29 de junio de 2011

LA CASA DEL MARACUYA

LA CASA DEL MARACUYA

Dedicado a Blanca Bueñano de Peralta

El bus azul con franja blanca, propiedad de la familia Palma con matrícula que no recuerdo, ingresó a la calle Leoncio Prado a las nueve menos cuarto del pasado 30 de agosto del año 2002, con destino final: el Mercado; sin embargo, cuatro minutos antes se apeó del bus, en la calle Atahualpa con la misma Leoncio Prado, un hombre, un poco flaco, que vestía un buzo color negro, zapatillas blancas y polo de mezclilla cuello "v" color blanco. Era después de siete años que el aire con olor a mar le golpeaba el rostro. En su memoria recuerdos imborrables empezaban a formar una fila para asaltar sus emociones primeras. En su rostro, una leve sonrisa se dibujaba, aún sabiendo que nadie lo espera.

Después de recorrer con la mirada durante minutos que parecen horas ( la calle ) se interroga, aún incrédulo- he regresado- al antiguo puerto donde se crió, casi irreconocible, como si a él también le hubiera golpeado el desencanto del destino que golpea con martillo de herrero.

Sin prisa, avanza por la acera izquierda, cruza la puerta de la familia Nole, pasa por las ventanas de fierro de la familia Palma, alcanza la puerta blanca de la familia Vitela, sigue avanzando y llega a la tienda de los Piñarro. Se detiene en la esquina, en toda la casa de los Huamanchumo, el ritmo pausado de su andar se ha acelerado, obliga a la vista a ponerse firme y descubre la puerta grande, vieja y marrón de su infancia. El quicio, sitio profundo y ceremonial de los amores de adolescencia, la ventana de fierro oxidada por donde alguna vez y sin prisa Don Desiderio Peralta, lo miró jugar de chiquillo -era otra época- susurra, y arquea los ojos y respira el aire que le golpea hasta el alma y se pregunta donde quedó la frondosa cabellera del maracuyá que adornaba el techo de la casa que lo vió reir. Un sentimiento de orfandad se hace presente y lo amarga la añoranza.

En la esquina siguen transcurriendo los minutos, sus emociones ya habitan la tormenta, el territorio de los recuerdos y la imagen de la mujer por la que estaba allí, lo tenía suspendido, sin poder cruzar la calle para ser feliz y dejar en el borrador todas esas utopías, dolores, fiebres apasionadas por haber transitado contaminado y discordante de lo que se le enseñó.

El puerto de a pocos (se siente) entra en ajetreo. Él camina tímidamente en la claridad del día, hacia la puerta falsa de la casa, la principal está cerrada (y viene a su memoria el bloque de madera que lo tapia desde dentro), empuja imperceptiblemente y la voz de una mujer se oye en el comedor, mira la casa como si se mirara el alma, reconoce la Hierba Santa, el Guabo, que sembró rodeado de piedras que alguna vez arregló, los barriles de agua, que alguna vez llenó, el pórtico del cuarto del patio, el estante verde clavado a la pared, donde antiguamente se ubicaban los tarritos de lata llenos de clavos y otras especies del abuelo, debajo la mesa de madera donde se escribieron sueños entre juegos, mira el sillón de madera que parece un garabato y desde el cual cantaba inocentemente, revisa la pared de madera, adornada como un regalo de revistas multicolores pegadas con engrudo, el lavabo de piedra color rojo con su enorme espacio donde habitaban las bateas y los chanchitos. . . acaricia la puerta de madera vieja que es la entrada al corral (un mundo particular e imaginario se creo ahí). De pronto!... un movimiento llama su atención y ve a la mujer, empañados los ojos de lágrimas, repitiendo su nombre, como en un sueño. Él, la mira en silencio, llorando inmóvil, mientras ella con todos sus 82 años le abraza fuerte, acariciándole la cabeza con su mano derecha, temiendo, aunque lo negase por dentro, la partida, que es una cuña en el alma, que nos separa de la felicidad.